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Seguridad como política pro-pobre

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Foto: El País
M. Spencer Green

OPINIÓN

Las acciones lideradas por el Ministerio del Interior han dado mucho que hablar en las pocas semanas que lleva el gobierno en funciones.

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Se critica que solicitar cédulas según “apariencia delictiva” es una forma de criminalización de la pobreza y se han denunciado eventuales abusos policiales. De momento, no parece haber evidencia que respalde estas acusaciones, pero solo el tiempo dirá. Mientras tanto, en esta nota quiero referirme a la relación entre la sensación de inseguridad, la pobreza y la distribución del ingreso.

Hay un argumento que no suele hacerse en Uruguay y, sin embargo, es de un muy básico sentido común. Los sectores más pobres son los que sufren más el crimen y, por lo tanto, son lo que tienen más para beneficiarse de políticas estrictas de seguridad y de lucha contra el crimen. Gracias a Dios, no me ha tocado ser víctima personal de un hurto o rapiña. Pero si lo fuera, tengo claro lo que haría. Le daría al delincuente cuanto me pidiera y evitaría en todo lo que pudiera un escalamiento de violencia. Esto para mí es relativamente fácil, ya que mi bienestar económico no depende de lo que traiga en el bolsillo. Otro sería el costo subjetivo, otra sería la sensación, si el efectivo me fuese necesario para alimentar a mi familia, para pagar el alquiler o atender algún otro vencimiento y de los que acarrean consecuencias.

Existen dos enfoques para entender los determinantes del miedo al crimen: según el análisis sea a nivel individual o de contexto. Dentro del primer grupo, se consideran las características de las personas presumiendo que algunos rasgos sociodemográficos como edad, género, discapacidad física o estatus socioeconómico se correlacionan con el miedo al crimen. Esta hipótesis de vulnerabilidad señala que aquellos grupos que se sienten físicamente o socialmente más frágiles son quienes sostienen la mayor preocupación por la inseguridad, la más elevada y famosa “sensación térmica”.

Dentro del segundo enfoque, de explicaciones contextuales, el foco está en los rasgos agregados de los barrios y comunidades locales. Por ejemplo, la teoría de la desorganización social de Shaw y McKay de 1942. Esta teoría postula que los individuos perciben ciertas características de desorganización social e inestabilidad como signos indicativos de una socavada capacidad comunitaria para regular el comportamiento de las personas. Estas señales, como suciedad, basura, grafitis o pandillas en las calles pueden conducir a la percepción del entorno inmediato como amenazante y, por lo tanto, son emblemas de un mayor riesgo de victimización, sea este real o no.

En relación con la preocupación por el crimen, la desigualdad de ingresos opera en los dos enfoques señalados. A nivel individual, puede reducir la capacidad de quienes tienen menor ingreso relativo de enfrentar los temas de seguridad. A nivel contextual, la desigualdad puede ser la contracara manifiesta de una reducida protección social y de una creciente erosión en el entramado social.

Polarización económica y privación relativa son dos conceptos relacionados a la desigualdad. La polarización es una forma particular de diferencia en los ingresos en las cuales se da una reducción de la clase media y se conforman grupos poblacionales de ingresos, más o menos similares, en los polos de la distribución del ingreso. La privación relativa es la falta de recursos que un individuo tiene en relación a un grupo de referencia. Es relativa en el sentido que no se define por una necesidad básica insatisfecha en términos absolutos sino por la carencia de algo que la sociedad alienta o establece como normal. En un documento de investigación de febrero de este año (basado en el Panel Socio-Económico Alemán SOEP para el período 1995-2017), Michelle Acampora, Conchita D’Ambrosio y Markus Gabka encuentran que la polarización económica y la privación relativa tienen efectos significativos sobre la preocupación con el crimen. Consistentemente con la hipótesis de vulnerabilidad, los autores reportan que personas de mayores ingresos, mejor educación y quienes declaran mejor estado de salud, son quienes tienen menores preocupaciones asociadas a la criminalidad. Los ingresos y la salud reducen la vulnerabilidad personal al proporcionar los recursos financieros, físicos y psicológicos para enfrentar amenazas y el mejor nivel educativo ayuda en la evaluación de riesgos. Lo contrario sucede con quienes carecen de estas cualidades ventajosas.

¿Será la nueva política de seguridad interna exitosa? ¿Logrará torcer la tozudamente creciente tendencia en rapiñas y homicidios? Esperemos que sí, especialmente por los más débiles integrantes de nuestra sociedad. Tanto los números objetivos como la sensación térmica hablarán en unos meses. Hoy, quisiera que el lector concluya que, por más motes y descalificativos que se le ponga, una firme política de seguridad es de las formas de política más progresiva que existe. Naturalmente, en el marco del respeto a la ley, la dignidad personal y la convivencia social.

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